miércoles, diciembre 23

El recuento

Pasaron cuatro meses. Cuatro meses y cinco días, exáctamente, de mi ausencia en GDL. He perdido el acento (ahora hablo como colombiana-norteña-sinaloense) y los neo amigos Alpha -también conocidos como latinos estudiantes de doctorado- me han advertido que muy probablemente no será sólo el acento lo que pierda. Quizás en el camino he perdido también -y no puedo pensar en esto sin que se me erice la piel y los ojos se me humedezcan-algún que otro amigo. Nadie me espera, no aspiro tampoco a que me esperen. Del otro lado nada -tampoco nadie- es un ancla suficientemente pesada como para arrancarme los deseos de volver a mi país. No puedo siquiera empezar a ennumerar las cosas que extraño. Nadie sabe en realidad -nadie que no haya pasado por lo que yo- lo que agradezco un abrazo, un beso, un roce en la piel sincero, desinteresado o cómplice.


Vuelvo y la añoranza de volver es tal que la realidad me asusta. Vuelvo pero sólo para darme cuenta de que este ya no es mi sitio. Quizás soy yo la distinta, quizás son las cosas que han logrado cambiar lo suficiente como para parecerme ajenas. Soy, aquí y allá una extranjera, de mi país, de mi familia, de mi gente, de la yo que era antes y sin embargo, no logro identificar las diferencias entre esa y la yo que soy ahora. Simplemente sé que intento ser mejor y no morir en el trayecto de la mejoría.


Mientras estudio la gente se casa o se muere. Los niños crecen aquí mientras yo no sé cómo entablar una conversación con un infante de allá, porque sé que no entiende que yo no hable bien ese, su idioma. Y yo estudio, la gente tiene novios nuevos y planes. Y la parte emocionante de mi día es aquella en la que puedo compartir la comida con alguien o esa en la que sobrevivo a dos horas en el gimnasio. La gente cambia de trabajo mientras mi triunfo se resume a exponer una clase logrando que la gente entienda la lógica de mis argumentos. La gente tiene hijos y yo me siento sola y lloro cuando no puedo responder un examen o no sé sobre qué escribir un ensayo. La gente disfruta su vida y yo vivo tratando de apasionarme de lo que hay a mano pero al final del día hay muchas cosas que me roban el sueño y pocas que me cortan la respiración. La gente sonríe y yo he dejado de sonreírle a la gente nada más porque sí, porque allá las sonrisas no significan un simple gesto amable.


Me pinto las uñas (cosa que no hacía en México), me pongo vestidos. Me corto el cabello yo misma cuando la desesperación y la soledad me ponen un cuatro. Bebo tinto en soledad, redacto en ropa interior y paso días completos sin salir de mi cuarto. Y tengo frío y hambre y nostalgia. Y ya no me río todos los días. Y tengo miedo y desconfío de la gente y a veces de mí. Y otras veces siento que no soy feliz y me canso de repetirme -en silencio, en voz baja, en voz alta o por escrito- que vale la pena el esfuerzo y que voy a estar bien. Y dudo. Y me siento ridícula e infantil.


Y lo que antes era poesía se vuelven lugares comunes en otro idioma. Lo que eran besos son ahora ausencias melancólicas. Lo que fue la calidez de un cuerpo es ahora insuficientemente reemplazado por calefacciones y sábanas. Donde antes hubo amigos hoy hay d i s t a n c i a s. La que antes fui yo ahora se escribe cosas en el espejo y se confronta y se las grita a la cara. Y a veces, muchas veces parece que antes fue mejor que hoy porque al final de cuentas no se sabe que será mañana. El último recurso que te queda es pensar que sólo cuando te has hecho cuando cenizas puedes empezar a reconstruirte. Y pareciera que toda esta fatal fragilidad habrá de hacerte más fuerte. Ojalá y así sea...

martes, diciembre 15

Crónica de un punto final

Son las cuatro de la mañana y de pronto terminas ahí. En una cafetería de franquicia de esas que has visto en películas y series norteamericanas. La mesera con su imposible acento texano les deja una jarra de café, les toma la orden y se retira no sin antes referirse a ti como sweetheart. Te quitas el gorro y la bufanda y en un movimiento que apela más a la inercia que a la consciencia miras tu reflejo en el cristal. El cabello desaliñado y mal recogido en la parte de atrás de tu cabeza. Mechones rebeldes han escapado de la liga que sujeta a la mayoría de tu melena. Un suéter color caqui que no es tuyo y eso lo percibes más por el aroma de la prenda que por la manera en que te queda. Encuentras en tus pestañas los restos del rímel que sobrevivió a esas breves horas de mal sueño. Tu imagen te recuerda a esas señoras que veías dejar a sus hijos en la escuela primaria. El mismo cabello despeinado, las lagañas en los ojos, el suéter del marido y el sueño poco disimulado en la cara.

Sirves el café en una taza. Afuera el clima está a menos diez grados centígrados pero la diferencia dramática la hace el viento que te sacude y te congela antes de que puedas maldecirle. Crepas y omelette, salvo por los pancakes, una selección de platillos muy francesa. Nadie se detiene a pensar si la orden es para desayuno o cena, porque no importa. Mientras comen, hablas con él del pasado y del futuro. Estos tiempos siempre te han parecido mejores temas de conversación que el presente, aún no sabes bien las razones. La mesera les entrega la cuenta sin que la hayan pedido. Pides tus pancakes para llevar y terminas con el poco café que quedaba en la jarra. Vuelven al ritual de los gorros, las bufandas y los guantes.

A mitad del camino te das cuenta de que has dejado los pancakes. Pero lo único que quieres es volver a la cama un par de horas. La cuenta regresiva sigue en marcha. Unas cuantas páginas es todo lo que necesitas. Después de no poder conciliar el sueño pero sin lograr sacudírtelo del todo, te enfrentas de nuevo a la página en blanco. Las ideas se te esconden en los rincones de la mente y no sabes si tendrás la paciencia para empezar a cazarlas. Tampoco sabes si hay otra alternativa. Teclear caracteres, hacer palabras, intentar darle coherencia a algunos enunciados, crear párrafos, llenar hojas de tinta. Caracteres. Son los caracteres -¿mil, tres mil, cinco mil?- los que te separan de ese tan importante punto final. Literalmente. Quizá haya que repasar el café.

jueves, diciembre 10

Con vinadre y sal en las heridas

Con vinagre y sal en las heridas
alzo la copa al desconsuelo
a tu salud y a tus desvelos
brindo porque te sea justa la vida
que no escatime en agonías
que te pague con dolor y con tormento
que te mate lento, sin prisa
y te desgarre el alma y el aliento
y mueras de ganas de morirte
y pidas perdón ya sin efecto
y te arrepientas de que dar miseria
haya sido tu único talento.
En la sangre en el sudor y la saliva
por siempre y por demás
que te sea justa la vida
y su justicia me deje atestiguar.
-S.R.

Agua pasada, tierra quemada


Lo peor del amor
cuando termina

Son las habitaciones ventiladas,
El solo de pijamas con sordina,
La adrenalina en camas separadas.

Lo malo del después son los despojos
Que embalsaman los pájaros del sueño,
Los móviles que insultan con los ojos,
El sístole sin diástole ni dueño.

Lo atroz es no querer saber quién eres,
Agua pasada, tierra quemada,
Que de igual esperarte o que me esperes,
Que no seas tú entre todas las mujeres,
Que la cuenta está saldada.

Las canciones de amor que no quisiste
Andan rodando ya por las aceras,
Las tocan las orquestas de los tristes
Pa' que baile don nadie con cualquiera.

Las maletas que llegan sin tu ropa
Giran perdidas por los aeropuertos,
La pasión cuando pasa es una copa
De sangre desangrada en el mar muerto.

Remendar las virtudes veniales,
Condenar a galeras los archivos,
Cuando al punto final de los finales
No le siguen dos puntos suspensivos.

Peor es no saber quién eres,
Agua pasada, tierra quemada,
Que de igual esperarte o que me esperes,
Que no seas tú entre todas las mujeres,
Que la cuenta está saldada.