lunes, marzo 28

Discursos

Gracias por venir, le dije.

Le entregué la sombrilla que había olvidado en mi casa. Dije después algo gracioso, una tontería para tratar de distraer el vació del estómago y la agitación de mi pecho. En una banca, frente al lago, tomamos asiento.

La comunicación, pensé, ese complejo proceso.

Le expliqué lo difícil que era para mí el hablar de mí misma y tomé una bocanada de aire.

Vinieron a mi mente tantas ocasiones en las que usé el lenguaje como escudo y espada. Mi ortografía y mi gramática como los instrumentos claves en la claridad de mis ideas. Aquellos concursos de oratoria que me acompañaron en mi adolescencia y de los que salía victoriosa. Ese discurso que brindé a toda la generación que se graduaba conmigo de la licenciatura. El éxito con el que convencí a los reclutadores de que me emplearan en su empresa. Y sin embargo, al saberme ahí con el lenguaje como único recurso, ninguna de mis experiencias previas ayudaba. 

Los sentimientos, suelen ser mucho más complejos de lo que alcanzan a retratar las palabras.

Apelo a su paciencia y calladamente suplico el auxilio de la sintaxis, con la misma fuerza y convicción con la que la gente que cree en dios lo evoca.

Grande Mocha Capuccino le dije hoy mismo al tipo de la caja para especificarle manera en la que prefiero mi café. Pienso en ese discurso breve, claro, cotidiano, que culmina siempre con el resultado que espero. Y 
sé que lo que estoy a punto de decir, no es ni remotamente el mismo caso.

Sé que tu decisión está tomada, le digo. Pero tengo la misma certeza sobre esta necesidad de hablarte y de decirte lo que siento. Pauso. Respiro. Evito que mi voz se quiebre. Es difícil hablar de lo que siento, exponerlo así. Confieso. Pero es más difícil  pretender que nada de esto pasa. Respiro de nuevo. Porque quiero seguir viendo tus ojos cuando me despierto, y sentir tu barba en mi cuello cuando me abrazas para dormir. Quiero comer pizza contigo aunque no soporto la pizza, quiero porque eres tú. Quiero que volvamos a equivocarnos juntos, y reírnos de nada. Quiero volver a desbordarme de alegría sólo por el hecho de saberte en la misma habitación. Quiero despertarme con tus ronquidos, porque escucharte roncar significa que estás ahí, conmigo. Quiero olvidarme del mundo en tus brazos, compartir nuestros amigos, bailar, crecer, necesitarte. Quiero que te quedes en mi vida, y ser parte de la tuya. Y aunque no puedo prometerte será siempre así, puedo decirte que no habrá nada perfecto. Pero quiero seguir aquí, crecer, construir lo que tenemos. Luchar por esto. Correr el riesgo de salir lastimados. Pero besarnos hoy sin pensar que pasará mañana. Quiero decirte que te amo hasta que el corazón deje de dar de brincos cuando pronuncio esas palabras, hasta que deje de sentirlo, hasta que de verdad no haya nada. Eso es lo que quiero. Reiteré. Y de nueva cuenta contuve alguna lágrima.

El quién somos podría medirse en discursos. Y sé por mucho que este ha sido el mejor discurso de mi vida. El más honesto, el más espontáneo. Sé, sin lugar a dudas, que estas palabras han representado cabalmente lo que soy.

Callo y espero.

No hubo un diploma que premiara mi oratoria, ni una generación de graduados que aplaudiera de pie. 
Tampoco hubo nadie que estrechara mi mano para concederme un nuevo puesto de trabajo.

Lo que hubo, fue una réplica breve. Un discurso reciclado. Una reiterada secuencia de NOs.

Mi silencio fue la respuesta obligada a aquél adiós definitivo.

Mentalmente y con rabia destrocé cada sílaba de mi discurso. Evacué de mí toda palabra.

Inevitablemente resumí mi realidad en la gastada imagen de las lágrimas.