Son las cuatro de la mañana y de pronto terminas ahí. En una cafetería de franquicia de esas que has visto en películas y series norteamericanas. La mesera con su imposible acento texano les deja una jarra de café, les toma la orden y se retira no sin antes referirse a ti como sweetheart. Te quitas el gorro y la bufanda y en un movimiento que apela más a la inercia que a la consciencia miras tu reflejo en el cristal. El cabello desaliñado y mal recogido en la parte de atrás de tu cabeza. Mechones rebeldes han escapado de la liga que sujeta a la mayoría de tu melena. Un suéter color caqui que no es tuyo y eso lo percibes más por el aroma de la prenda que por la manera en que te queda. Encuentras en tus pestañas los restos del rímel que sobrevivió a esas breves horas de mal sueño. Tu imagen te recuerda a esas señoras que veías dejar a sus hijos en la escuela primaria. El mismo cabello despeinado, las lagañas en los ojos, el suéter del marido y el sueño poco disimulado en la cara.
Sirves el café en una taza. Afuera el clima está a menos diez grados centígrados pero la diferencia dramática la hace el viento que te sacude y te congela antes de que puedas maldecirle. Crepas y omelette, salvo por los pancakes, una selección de platillos muy francesa. Nadie se detiene a pensar si la orden es para desayuno o cena, porque no importa. Mientras comen, hablas con él del pasado y del futuro. Estos tiempos siempre te han parecido mejores temas de conversación que el presente, aún no sabes bien las razones. La mesera les entrega la cuenta sin que la hayan pedido. Pides tus pancakes para llevar y terminas con el poco café que quedaba en la jarra. Vuelven al ritual de los gorros, las bufandas y los guantes.
A mitad del camino te das cuenta de que has dejado los pancakes. Pero lo único que quieres es volver a la cama un par de horas. La cuenta regresiva sigue en marcha. Unas cuantas páginas es todo lo que necesitas. Después de no poder conciliar el sueño pero sin lograr sacudírtelo del todo, te enfrentas de nuevo a la página en blanco. Las ideas se te esconden en los rincones de la mente y no sabes si tendrás la paciencia para empezar a cazarlas. Tampoco sabes si hay otra alternativa. Teclear caracteres, hacer palabras, intentar darle coherencia a algunos enunciados, crear párrafos, llenar hojas de tinta. Caracteres. Son los caracteres -¿mil, tres mil, cinco mil?- los que te separan de ese tan importante punto final. Literalmente. Quizá haya que repasar el café.
2 comentarios:
Pasa a veces que entre las pocas horas libres se trata de conciliar el sueño. A la cama entonces, en donde los dientes titiritean y la espalda no se acomoda. Los ojos se cierran pero cuando más urge descansar es cuando más molesto se siente el cuerpo, si no es por el brazo, es por la cabeza y cuando éstos ya se han acomodado, ahora la molestia es en el seno. Entonces se intenta descansar pensando en el proseguir, pero de tanto pensamiento el descanso no se logra y es mejor no perder el tiempo y empezar....
Comenzar, no se tiene idea alguna del punto final, porque faltan horas, días para que el cansancio permita escribir apenas el primer punto, de la primer letra...
Me gustó mucho, Sue. Todo me pareció una escena de alguna novela donde el pesimismo es la clave estética.
Te quiero.
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