viernes, diciembre 23

Restos de cantina



Salir de la cama para enfundarse unos jeans cualesquiera y aquella playera color negro con la leyenda I love Dublin. Los converse de broken hearts no coinciden ni lejanamente con los tacones Nine West con los que la noche anterior pisaba el suelo de aquella cantina en La Condesa.

El eco de las canciones de José Alfredo, interpretadas por aquellos guitarristas ya entrados en años, se pasea aún por los pasillos de la cabeza. Y el sabor a cerveza acaricia aún el paladar. Beberse una Victoria por cada derrota anotada, lastimera. Decir salud porque a veces no hay nada mejor que decir.

Los restos de rimel hacen más dramático y notorio el efecto de las ojeras, producto del desvelo. Los ojos cansados y rojizos no son los mismos que anoche se dejaban clavar por la mirada de un hombre con pinta de extranjero y argolla de matrimonio que insistía en el juego de mirar y sonreír.

Un rebelde mechón de cabello cae de pronto sobre la parte izquierda del rostro, evidenciando el alaciado maltrecho que no ha sobrevivido a la noche.

La complicidad de los amigos se ha ido diluyendo en las últimas horas. Volver a ese lugar común, gastadísimo, sola. Meter una barra integral y un yogurt para beber en el bolso. Salir a la calle, pretendiendo que es un día normal y que se está dispuesto a salir triunfante de él.

Pretender que la felicidad esa que se ha ido no nos rompe cuando volvemos a ser felices, de otra manera, esperando reencontrarnos con la plenitud total y, mientras tanto, seguir adelante la rutina a la que románticamente llamamos vida.