Son muchas las cosas que han pasado durante las dos semanas que tengo aquí. He conocido a familia con la que no había convivido antes, me he enfrentado a lo que es vivir fuera de la casa paterna, he reconocido la importancia de lavar los trastes justo después de usarlos. He revalorado el sentido de la intimidad. He luchado contra mi miedo a expresarme en este idioma. He tenido mi primer cena romántica (de la que quería salir corriendo a toda costa), he tenido mi primer cena de amigos (de la que no quería irme), he bebido vino, he tomado café, me he quedado sin leche justo cuando la semana termina y he sacado la basura del apartamento una vez por semana.
He sido acosada por un hindú y por un pakistaní, este último catorce años mayor. Uno dice que me ama; el otro él dice que soy hermosa y sencilla. Me mantengo escéptica e impersonal. Al parecer tengo pinta de española o brasileña, no de mexicana. He andado de un sitio a otro en shorts sin dejarme vencer por el calor. Me he reencontrado con Cortázar. He comido hamburguesas vegetarianas. Me he sentido torpe y vieja. He vuelto a cocinar. Me he notado astuta y noble.
Un hombre negro se molestó conmigo porque le sonreí; otro me gritó un “hey! Sweety!” en el tono en el que un mexicano te dice “adiós, mamacita”. Ahora camino sin ver los rostros de la gente, sin sonreírles.
He visto llover (aquí, donde es desierto). No he llorado, aún. He estado meditabunda. Hay maneras de recompensarse a uno mismo: una copa de vino, una charla nocturna y honesta en el balcón, una canción de Vicentico, un halago sutil y sorpresivo, un sueño compartido entre letras.
Pero nada como la voz de un amigo sincero haciéndose cercana; la capacidad de compartir risas aunque sea a través de una línea telefónica; las palabras que alguien te dedica desde su oficina simplemente porque piensa en ti; el desvelo acompañándote al otro lado del mundo; tu sobrina de tres años pidiendo que ya vuelvas de la escuela. Saber que tienes un propósito, uno grande.