Salir de la cama para enfundarse unos jeans
cualesquiera y aquella playera color negro con la leyenda I love Dublin. Los converse
de broken hearts no coinciden ni
lejanamente con los tacones Nine West
con los que la noche anterior pisaba el suelo de aquella cantina en La Condesa.
El eco de las canciones de José Alfredo,
interpretadas por aquellos guitarristas ya entrados en años, se pasea aún por
los pasillos de la cabeza. Y el sabor a cerveza acaricia aún el paladar.
Beberse una Victoria por cada derrota anotada, lastimera. Decir salud porque a
veces no hay nada mejor que decir.
Los restos de rimel hacen más dramático y
notorio el efecto de las ojeras, producto del desvelo. Los ojos cansados y
rojizos no son los mismos que anoche se dejaban clavar por la mirada de un
hombre con pinta de extranjero y argolla de matrimonio que insistía en el juego
de mirar y sonreír.
Un rebelde mechón de cabello cae de pronto
sobre la parte izquierda del rostro, evidenciando el alaciado maltrecho que no
ha sobrevivido a la noche.
La complicidad de los amigos se ha ido
diluyendo en las últimas horas. Volver a ese lugar común, gastadísimo, sola. Meter
una barra integral y un yogurt para beber en el bolso. Salir a la calle,
pretendiendo que es un día normal y que se está dispuesto a salir triunfante de
él.
Pretender que la felicidad esa que se ha ido no
nos rompe cuando volvemos a ser felices, de otra manera, esperando reencontrarnos
con la plenitud total y, mientras tanto, seguir adelante la rutina a la que
románticamente llamamos vida.
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