A eso de las siete de la mañana Perla María se giró al asiento que estaba tras el suyo en el autobús, donde estaba yo con la cobija hasta la cabeza para decirme la frase: ya llegamos. Sobra decir que fuimos las últimas en bajar, debido al montón de chunches que llevábamos cargando (sin contar maletas, claro).
Una vez puestos los pies en tierra chilanga, procedimos a meditar cuál sería el próximo paso y, como buenas mujeres, coincidimos totalmente: ir al sanitario. Llegando ahí, nos dimos cuenta de que era preciso pagar el uso de suelo (y agua y papel higiéniso), lo cual nos pareció raro, pero no del todo (¿qué quieren que les diga si en mi rancho el agua natural y el uso del escusado suelen ser gratuitos?). Así que procedimos a sacar nuestros tres pesotes por cabeza y a pasar.
Fui la primera en entrar a los servicios. Como toda tapatía, fuereña y provinciana, me formé pacientemente a esperar mi turno, pero entonces me di cuenta de cómo eran las cosas y vino a mi mente una paloma iluminada que me dijo al oído: si no te alistas y entras en el juego de “plan gandalla” no vas a entrar al baño nunca. Así que, peleé mi sitio y mi derecho y cuando salí de ahí, finalmente, le expliqué a Perla María de qué iba el asunto.
Ella tuvo menos problemas que yo, y cuando terminamos con ésos menesteres, acordamos ir en metro hacia el hotel. Ya nos habíamos estudiado la ruta: tomar la línea amarilla en dirección a Pantitlán (¿o era Politécnico?), transbordar en la estación siguiente (La raza), tomar después la línea color verde vómito con dirección Universidad, bajarnos en la estación Juárez y de ahí salir a preguntar por la calle del hotel (cuya dirección nos sabíamos de memoria). Sonaba fácil, ¿no?
Así que esquivamos a los taxistas de la central que insistían en llevarnos, caminamos hasta la estación del metro, ubicamos la dirección y nos subimos sin problema. Llegando a La Raza nos bajamos y seguimos los señalamientos rumbo a la línea color verde vómito. La sorpresa fue que hay que caminar, y caminar y caminar, y allá vamos Perla María y yo cargadas de maletas, papeles, cobija (que en el camión me iba a dar frío) y demás chunches cuando por fin damos con las escaleras y pensamos: lo bueno es que nos ha tocado bajar escaleras, no subirlas. Y entonces como Ley de Murphy nos tomamos con que debemos de subir exactamente las mismas escaleras. Y entonces pensamos: esto parece un mal chiste.
Por fin después de kilómetros subterráneos y escaleras por aquí y por allá, dimos con el sitio exacto donde debíamos de tomar el metro, pero debido a la hora (que ya eran como las 8:00 a.m.), el metro iba lleno, ¡qué digo lleno!, retacadísimo. Así que, Perla María en su actitud de niña tapatía y delicada se rehusó a subirse al metro en ésas condiciones. Estuvimos ahí, paradas con maletas y accesorios esperando a un metro que tuviera espacio para nosotras.
Por fin llegó un metro casi vacío, nos alegramos de tener tan buena suerte (¡pobres ilusas!) y nos acomodamos a nuestras anchas aunque de pie, porque Perla María se negó a sentarse diciendo que eso entorpecería nuestro descenso. Cuando acordamos ya éramos víctimas de los estrujones y falta de espacio (aunque de arrepegones, no más el que yo le dí a Perla). En un santiamén el metro se había llenado (eso o que todos nos habían echo la malobra de subirse en nuestro vagón). Notamos entonces los rostros de estrés, la tensión en los cuellos, el silencio sepulcral. Perla María y yo comenzamos a hablar, pero poco y muy bajo tratando de no evidenciar que éramos fuereñas. Y cuando quise ponerle ambiente al asunto ella se negó a que fuéramos contando chistes de chilangos todo el camino argumentando que nos iban a linchar.
Por fin estábamos a una estación de la nuestra y al otro extremo de las puertas. Así que Perla María lanzó un fatal: no vamos a alcanzar a bajarnos. A lo que respondí: claro que sí. Tú dices “con permiso” y te vas moviendo entre las personas, si se pone rudo el asunto empleas la técnica hombro-codo-hombro (que se basa en abrirse paso con los hombros y golpear con los codos las costillas de las personas que no lo dejen pasar a uno). Entonces me ofrecí a ir delante para facilitarle el camino.
Llegamos a Juárez y a mi tercer “con permiso”, justo a mitad del camino, se cerró la puerta. Así que volteé a donde estaba Perla María y le dije: efectivamente, no alcanzamos a bajarnos.
Descendimos en la siguiente estación. Y pensamos en salir, tomar un taxi que nos llevara al hotel, al final de cuentas no debíamos de estar tan lejos. Cuando no entendimos la señalización (ya haré un post completo dedicado al metro) nos atrevimos a preguntarle a un señor: disculpe, ¿para salir?, y él voltea y me ve: ¿para salir a dónde? Y yo con la carota de proviciana le digo: pues a la superficie. El hombre contuvo la risa y me indicó el camino. Aunque al final decidimos volver en metro.
A eso de las nueve llegamos al hotel. Nos registramos, pagamos y le preguntamos al bell boy (que no era tan boy) cómo llegar a la Dirección General de Profesiones en metro. Comimos unas barritas nutritivas (aunque Perla María se burló de mí por llevarlas), tomamos mis papeles y salimos a la nueva aventura.
(CONTINUARÁ)
2 comentarios:
¡Que no me llamo Perla María! Mira María del Pilar, leí tu entrada y, aunque yo estuve allí (lo juro), no pude evitar reírme mucho... Lo genial de todo es que parece que me ahorrarás el tener que hacer las entradas del viaje al DeFe, exceptuando aquellas ocasiones en que hicimos cosas por separado (¡y qué cosas!, ¿no?). Sí, efectivamente, apenas vamos en la primera parte, las primeras cinco horas de un viaje de cinco días. ¿A quién le importa que el recuento sea tan largo, si ello nos ha devuelto la confianza en la humanidad?
Un beso, hermosa
Chistes de chilangos eh?
A ver así, sin pensarlo, dime...
qué película hizo famoso a puerto vallarta y quienes fueron los protagonistas?
Saludos y gracias por tu visita al df, yo amo guadalajara y extraño los lonches de amparito
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