lunes, abril 30

El hasta luego...

Seis años… ¿verdad que se dice rápido? Inténtalo. Se-is-a-ños. Cuatro sílabas y ya está. Pero cuánta historia puede caber en ellos, cuántas anécdotas, cuántas risas, cuántas lágrimas, cuántos consejos, cuántas comidas juntos, cuántos momentos de esos que no se olvidan, de esos que requieren muchas sílabas escritas con tinta indeleble en la memoria del corazón.

El miércoles pasado empecé la limpia de escritorio. Tiré los papeles, quité mis fotografías de la pared, inicié los trámites y las despedidas preliminares con todo y su respectiva explicación: me iba debido a la incompatibilidad de caracteres y a una propuesta mejor.

Hoy visité cada una de las áreas de ese edificio de seis pisos; repartí chocolates, cada uno con la leyenda inscrita en cada uno que decía “gracias por compartir tu tiempo, tu trabajo y tu mistad conmigo”. Algunos fueron seis años; otros fueron menos años y más momentos, el caso es que hay muchas cosas que atesorar.

La decisión no fue fácil: no porque me gustara el trabajo o porque hubiera aún cosas por aprender de él; no por el sueldo; no por la antigüedad generada; no por las prestaciones o por los sueños que nacieron y se me fueron muriendo en esas paredes viejas. Lo que duele, lo que se extraña es toda esa gente que quiero y que estuvo ahí conmigo, trabajando, riendo, llorando, compartiendo al fin lo que son y lo que tienen.

Finalmente el día cerró con una comida en mi honor en la que mis amigos me desearon la mejor de las suertes en mis nuevos proyectos; una despedida en la que no quise lágrimas, sino que simplemente compartieran mi alegría. Después, sus abrazos y el sabor a chocoflan de ese “hasta pronto” entre amigos.

Volver al escritorio y a los recuerdos. Papeles, adornos, historias: los besos en la azotea, las complicidades, la aventura de hacer tareas durante el trabajo, las reuniones, los baby showers, los intercambios de calzones rojos, las terapias grupales de la sobremesa, las polémicas.

Tantas cosas en cuatro sílabas, en cuatro paredes. Pensar en que ese lugar, esa silla, esa oficina ya no son mi lugar; entregar la llave del escritorio y la de la puerta; hacer la última llamada de trabajo; caminar por los pasillos con nostalgia; bajar por las escaleras para guardar el aroma del sitio con mayor precisión; salir por esa puerta y no mirar atrás.

Sin duda esas paredes eran mi casa y esas personas son mi familia. ¿Cómo no estar triste cuando pienso que no voy a verlos todos los días, si hay hecho tanto por mí y son una parte importante de mi historia?

Ellos
; son lo único que lamento cuando, despacio, me alejo de ese lugar sin voltear la vista; sin retroceder un solo paso.

P.D. Ustedes disculparán el mood sentimentaloide del post..

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Duelen las despedidas porque saben a despedidas... no, no soy redundante, es verdad, completamente cierto.

Los adioses tienen un sabor, una textura, un olor particular; uno que te llena de agua los ojos y te eriza la piel unos segundos; uno que te provoca un ligero temblor en las rodillas cuando sales por última vez de ese lugar donde dejas tantas personas, tantas palabras, tantas instantáneas que se quedan expuestas en la galería de los recuerdos.

Pero así es... la despedida traerá nuevos momentos, en otros lugares, con otras personas; pero no por eso deja de ser una despedida.

Felicidades (no suerte, porque no la necesitas) por tu nuevo embarque...

no descansamos en nada dijo...

Sue, me gustaba más la otra foto que tenías en tu perfil. Esa se parece a la de otro blogger que no me acuerdo cómo se llama. Seraphim o algo así.

( I_I ) dijo...

Disculpada, pues.

Suerte.